sábado, 29 de noviembre de 2014

Como nosotros perdonamos a los que nos ofenden

Todos los seres humanos en algún momento de nuestras vidas, nos hemos sentido lastimados por alguien, sin importar quién. No existe en el mundo alguien que pueda decir que nunca haya sentido dolor causado por otra persona. Que no se haya sentido ofendido por el proceder de otro. Y esto se da en todo tipo de relación y círculos en los que como seres humanos nos desenvolvemos, en la familia, el trabajo, los amigos, etc. 
Muchas veces esperamos que los demás cumplan con las promesas efectuadas, o reaccionen conforme a estándares y premisas definidas por nosotros mismos, o que se conduzcan como nosotros lo haríamos en determinadas situaciones. Cuando eso no resulta de la manera esperada, el dolor y la decepción, nos convierten en jueces de la conducta de los demás, midiendo y juzgando a otros bajo nuestros propios parámetros. Nos confiamos en nuestro infalible criterio para sentenciar que está bien y que está mal.
En algunas ocasiones, ese dolor lo dejamos de lado y continuamos para adelante como si nada hubiese pasado, pero en otros casos permitimos que los mismos aniden en nuestro corazón, se vayan acumulando y terminen creando profundas heridas con largas raíces de amargura. Cuando permitimos que eso suceda, ese dolor que sentimos no nos permite tomar las mejores decisiones para nuestra vida, puesto que en la mayoría de los casos, como medida de protección levantamos muros y ponemos distancias que nos separan de aquellas personas a quienes en nuestra ignorancia las hacemos responsables de la situación. Esperamos como mínimo un reconocimiento del error, un pedido de disculpas, y aun así en muchos casos, optamos por ejecutar la sentencia.
Lo que muchas veces olvidamos es que en toda rencilla siempre son necesarias dos partes, que indefectiblemente en cualquier discusión en la que nos encontremos envueltos, nosotros tenemos nuestra cuota de responsabilidad, y no podemos eludir la misma. 
La Biblia nos enseña cual debería ser nuestra forma de conducirnos cuando nos encontramos en esta situación. En el Sermón del Monte, Jesús enseñó acerca del enojo (Mat 5:21-26), alertándonos sobre las consecuencias y el peligro del mismo, nos advierte que tengamos cuidado con nuestra manera de reaccionar a las ofensas, porque si decidimos dar rienda suelta a nuestro ego, podríamos terminar condenados en la eternidad. Nos aconseja que antes de presentarnos ante el Señor con nuestras ofrendas, arreglemos nuestros problemas con quienes tenemos alguna rencilla, dado que si guardamos algún rencor contra alguno de nuestros prójimos, de nada sirven nuestras buenas acciones. 
Más adelante nos vuelve a enseñar sobre este tema, cuando Pedro le plantea generosamente, si es suficiente perdonar siete veces al agresor, Jesús le responde que hasta setenta veces siete debemos perdonar a quien nos ofende (Mateo 18:21-22), haciendo las cuentas son unas cuatrocientas noventa veces. Convengamos que eso es mucho, pero si la misericordia del Señor es nueva y se renueva cada día, quienes somos nosotros para llevar en cuenta las veces que hemos perdonado a nuestros hermanos? Está bien, Él es Dios y nosotros simples mortales, pero creados a su imagen y semejanza, y por si fuera poco llamados a reflejar el carácter de Cristo en esta tierra.
El perdonar a quien nos ha ofendido, agredido o lastimado, es uno de los requisitos indispensable para que podamos recibir el perdón que viene de Dios, el otro es confesar nuestra culpa. Si nosotros guardamos rencor y no perdonamos a quienes nos han ofendido, con qué derecho podemos implorar el perdón? Jesús dijo, perdona nuestras ofensas (pecados), así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden (Mateo 6:12), es un condicionamiento previo que si no lo tenemos en cuenta, aunque confesemos nuestros pecados no recibiremos el perdón, es así de simple.
Debido a nuestra naturaleza humana y como seres imperfectos que somos, no vamos a poder impedir el airarnos en algún momento de nuestras vidas, por lo que la Biblia nos aconseja en estos casos no pecar, si llegamos al extremo de airarnos, nos advierte que el sol no se ponga sobre nuestro enojo, es decir que no permitamos que pase el día sin solucionar el problema con nuestro hermano. (Ef. 4:26). Debemos quitar de nosotros toda amargura, ira, enojo, palabras ásperas, calumnias y toda clase de mala conducta. Por el contrario, debemos ser amables unos con otros, de buen corazón, y perdonarnos unos a otros, tal como Dios nos ha perdonado por medio de Cristo (Ef. 4:31-32 NTV). Si no lo practicamos, si no llevamos frutos del Espíritu Santo, y nos dejamos guiar por nuestra carne, Jesús nos advierte que con la misma dureza que juzgamos a otras personas, en el día del juicio, Dios será igualmente duro con nosotros (Mateo 7:2), por lo tanto ¡Ya no sigamos enojados! Dejemos a un lado la ira! No perdamos los estribos que eso únicamente causa daño. (Sal 37:8 NTV)

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