Salvo que cada uno tenga una mala imagen de sí mismo, o que como resultado de haber sido confrontado por el Espíritu Santo, haya experimentado un profundo arrepentimiento, nuestra respuesta a la pregunta de cómo nos consideramos, o como nos vemos a nosotros mismos, siempre será que somos buenas personas, y esto aun a pesar de que existan algunas áreas de nuestra vida de las que no nos sentimos precisamente orgullosos y las preferimos mantener en reserva. Casi todos, indefectiblemente responderemos ante esta pregunta, que no somos malas personas. Y es que con nuestros defectos y virtudes nos consideramos buenos. Esto se debe en la mayoría de los casos, a que la vara o el estándar de medición para catalogar nuestro nivel de bondad, está basado en parámetros que la propia sociedad establece como ideales, como por ejemplo, cumplimos con nuestras obligaciones?, Hacemos el mal a alguien?, ayudamos a nuestro prójimo? Estas y otras tantas preguntas más, forman parte de una batería de pruebas o parámetros, que los seres humanos utilizamos para definir el nivel de nuestra bondad.
Pero existe otra escala, otro estándar para medir que tan buenos somos. Un estándar que si nos comparamos contra él en un sincero examen de conciencia, podemos asegurar que ninguno lo pasa, y es que ese estándar ha sido establecido por el mismo Dios.
En primer lugar, la Biblia declara que no hay quien haga lo bueno, ni siquiera uno (Romanos 3:12 NTV), y agrega que por cuanto todos pecamos, estamos destituidos de la gloria de Dios (Romanos 3:23 NTV). A partir de esta verdad, cualquier otro estándar que utilicemos para medir que tan buenos somos carece de valor. Podemos tener los más altos ideales de conducta, que sino no están en sintonía con lo que piensa Dios, los mismos no nos sirven absolutamente para nada. Es así de simple nuestros estándares no son los estándares de Dios.
Ocurre que satanás, quien es el padre de la mentira (Juan 8:44), se ha ocupado de cegarnos el entendimiento (2 Corintios 4:4), y de ese modo ha conseguido relativizar esta verdad, ha conseguido engañar nuestro entendimiento, haciéndonos pensar que “no es tan así”, que es cuestión de “interpretación”, después de todo Dios es un Dios de amor (1 Juan 4:8). Pero lo que muchos de nosotros pasamos por alto, es que también es un Dios justo (Salmos 7:11), y por lo tanto no puede ir en contra de su Palabra, que es verdadera (Juan 17:17), además de viva y poderosa, más cortante que cualquier espada de dos filos; que penetra entre el alma y el espíritu, entre la articulación y la médula del hueso. Dejando al descubierto nuestros pensamientos y deseos más íntimos (Hebreos 4:12 NTV Parafraseado).
Entonces para poder responder a la pregunta que tan buenos somos, o que tan buenos nos consideramos debemos examinarnos a la luz de la Palabra de Dios, es decir que tan obedientes somos a ella? Están nuestros actos en sintonía con lo que ella dice?
Es evidente que para poder responder a estas preguntas, debemos conocer lo que en ella está escrito, y esto solo lo podemos lograr escudriñándola, meditando en ella de día y de noche, como se nos sugiere en el libro de Josué (Josué 1:8). No hacerlo sería el equivalente al constructor que desea edificar una casa, pero no se guía por los planos. Se expone a que la obra terminada no se parezca en nada al diseño del arquitecto, con las consecuencias que ello conlleva.
O lo que es lo mismo, si no somos encontrados aprobados por Dios, por más que confesemos que Jesús es nuestro Señor y Salvador, seremos desechados. El mismo Jesús lo dijo, no todo el que le llame “Señor, Señor” entrará al reino de los cielos, sino aquellos que hacen la voluntad de su Padre (Mateo 7:21), la que podemos encontrar clara y de manera precisa en la Biblia. En el evangelio de Juan, nos advierte que Él es la vid verdadera, que su Padre es el labrador, y nosotros los pámpanos, el que no lleve fruto, será quitado, y que la única forma de llevar frutos es permanecer en Él y Él en nosotros, pues separados de Él nada podemos hacer (Juan 15:1-2, 5 NTV Parafraseado). Pero para los que estamos en Cristo Jesús, es decir para los que andamos conforme al Espíritu no hay ninguna condenación (Romanos 8:1).
Y que significa entonces andar en el Espíritu? Pues bien dejar que sea Él quien nos guie en la vida, no dejarnos llevar por los impulsos de la naturaleza pecaminosa que desea hacer el mal, sino por el contrario dejar que el Espíritu Santo produzca en nuestra vida el fruto del amor, ese amor incondicional que es paciente y bondadoso, que nunca se da por vencido, que jamás pierde la fe, y se mantiene firme en toda circunstancia (1Corintios 13.4-7 NTV), ese amor del cual se desprenden la alegría, la paz, la paciencia, la gentileza, la bondad, la fidelidad, la humildad y el control propio (Gálatas 5:16-23 NTV). En otras palabras, dejar que nos moldee como el alfarero al barro, para así poder ser aprobados al final de la carrera.